Acervo, Rio de Janeiro, v. 36, n. 3, sept./dec. 2023

El archivo como objeto: cultura escrita, poder y memoria | Entrevista






Fernando Bouza es doctor en historia moderna por la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Es catedrático en la UCM desde 2005. Ha dedicado su atención a la historia cultural y política de la alta Edad Moderna ibérica con especial hincapié en la historia del libro y de la lectura, la circulación manuscrita, la vida aristocrática de corte, la construcción y práctica de signos de reconocimiento y hábitos, así como a la majestad altomoderna de Felipe II a Felipe IV o la escriturización del despacho y gobierno y los primeros atisbos de la opinión pública. Ha sido profesor visitante en EHESS de París, The Johns Hopkins University, la University of California at Berkeley y la Universidade de São Paulo, así como Chaire d´État en el Collége de France. Participa em el proyecto “Las prácticas culturales de las aristocracias ibéricas del siglo de oro: en los orígenes del cosmopolitismo altomoderno (siglos XVI-XVII)”, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España (PID2020-113906GB-I00).





[Claudia Heynemann y Nívia Pombo] Sus estudios prestan una enorme atención al archivo, aun cuando no sea el objeto central de análisis. ¿Por qué es esencial para el historiador ver el archivo en las fuentes documentales?

[Fernando Bouza] Es cierto que siempre he concedido una enorme relevancia a los archivos en la investigación, tanto en la mía propia como en la que he podido llegar a orientar. En ese sentido, mis estudiantes han tenido que oír una máxima que repito con frecuencia: “el archivo nunca defrauda”, frase a la que hago un añadido siempre necesario: el archivo nunca defrauda siempre que se le hagan las preguntas pertinentes.

Para un historiador de mi generación, cuya metodología ya no estaba dominada por la cliometría cuantitativa, sino que se había moldeado por el espíritu de las prácticas, a lo Roger Chartier, y del “pensar por casos”, a lo Jacques Revel, el archivo es un espacio privilegiado para la observación de los cambios históricos y para su análisis. De un lado, las fuentes de archivo testimonian rutinas cotidianas que pueden, y con frecuencia suelen, divergir de lo prestablecido como norma; de otro, los “casos” que acumula el archivo hacen posible la identificación de pautas particulares de experiencia individual y comunitaria, así como de su fractura en el seno de procesos de transformación general de más larga duración.

Sin duda, hay otras vías de acceso, valga la expresión, a la información sobre las sociedades modernas, las cuales no deben ser desatendidas en ningún caso. Me refiero tanto a las fuentes normativas en un sentido amplio, de la legislación al canon que representa el ideal de “un” orden, como a los registros que ofrece la literatura, a los que hoy hay que añadir definitivamente los aportes visuales, sonoros u objetuales. Lo que parece evidente es que no es suficiente con la mera acumulación bibliográfica que, en ocasiones, se limita a sistematizar un estado de la cuestión que rezuma retórica de auctoritas, pero que, pese a su utilidad, no siempre es innovador.

En suma, si se desea construir desde la perspectiva del análisis histórico algo que podemos calificar de “situated knowledge” contextualizado en las condiciones de fabricación de un saber determinado en un momento concreto como la sociedad política del Antiguo Régimen, el protagonismo de las fuentes originales de archivo resulta absolutamente esencial. Es un “lugar” en el que trabajar a distintas escalas y diversos puntos de vista.

Por ejemplo, en estos momentos estoy trabajando sobre la manumisión de personas esclavizadas en Portugal y en España durante los siglos XVI y XVII. Se trata de las llamadas cartas de alforria o escrituras de horro o ahorramiento, mucho mejor conocidas para los siglos XVIII y XIX que para la alta Edad Moderna. Además de atender a la legislación, a la tratadística moral, a los formularios notariales o a las fuentes literarias y, por supuesto, a la bibliografía, he pasado meses buscando informaciones relativas a esas escrituras en los archivos españoles y portugueses.

Las pesquisas documentales me han confirmado la existencia de un riquísimo cuerpo de pleitos judiciales en los que las personas esclavizadas reclamaban su “libertad” ante diversos tribunales de justicia. Y algunos de esos pleitos atestiguaban cómo personas libertas, mujeres y hombres, ayudaron a liberarse a esclavos afrodescendientes, moriscos, berberiscos o blancos. Las modalidades de su ayuda pasaban por contribuir económicamente a que se autorrescatasen mediante el pago a sus amos o por franquearles su propia carta de horro para que, en la práctica, la empleasen para falsificarla y emanciparse.

Ese archivo “que nunca defrauda” me ha permitido conocer el caso de Juan Rodríguez, un afrodescendiente esclavizado, que a mediados del siglo XVI falsificó de su propio puño y letra una carta de ahorramiento para su compañero Francisco quien quería ir por el reino adelante. Para la falsificación, Juan Rodríguez trasladó, introduciendo los cambios correspondientes, la escritura de manumisión que les había prestado un liberto de una localidad vecina.

Las fuentes de archivo, por tanto, no sólo recogen las huellas del dominio señorial, sin duda asentado sobre el registro escrito, sino que también permiten acercase a la respuesta o a la resistencia a esa misma dominación que termina por vehicularse también mediante registros escritos.

Debemos, a la postre, desvincularnos de la idea, todavía quizá extendida, de que el archivo no se presta a un estudio suficientemente eficaz en lo que respecta a los grupos subalternos de la alta Edad Moderna. En la práctica, una de las razones que dotan al archivo de completa actualidad es que permite un conocimiento social complejo tanto de las formas de dominación como de las de resistencia.

[Claudia Heynemann y Nívia Pombo] La oposición entre la oralidad y la palabra escrita en una sociedad cortesana, en la “época oral” como escribiste, concierne a la representación de la aristocracia y sus espacios de poder. ¿Cómo se expresan, o no, estas relaciones en la producción de roles ‒ del príncipe, de la Iglesia, de las instituciones? ¿Cómo se expresan en la formación de archivos en la era moderna (frente a los archivos nacionales del siglo XIX)?

[Fernando Bouza] Frente a la majestad regia, acaso más identificada con la gravedad (gravitas) de la visualidad ceremonial y del retrato de aparato a la Habsburgo, la “voz” es un signo de distinción por el que los grupos aristocráticos parecen haber sentido una especial predilección. Era una manera, entre otras posibles como el lucimiento en la indumentaria, de representar la praestantia cortesana tal y como se expresaba en la conversación o en el humor que surgía de lo que se dice de repente, es decir, de lo que no había sido aprendido y, en consecuencia, se ejecutaba con premeditación. La suposición de la hipotética ingenuitas de origen la que se revelaba en esa, digamos, naturalidad nobiliaria.

Ya que antes mencionábamos el concepto de saber, podríamos decir que el saber cortesano tiene una fuerte impronta oral, que es una suerte de conocimiento circunstancial trasladado mediante colecciones de “dichos” que se superponen como estratos hasta conformar antologías al estilo del Deleite de la discreción, de Bernardino de Velasco, duque de Frías. Basadas en un acervo oral, esas series serían los particulares archivos del saber oral de la corte, del mismo modo que una galería de retratos de antepasados era el archivo de la apariencia del linaje.

Sin embargo, es seguro que la insistencia en la oralidad aristocrática no suponía un rechazo estamental a la escritura, puesto que también su poder se ejecutaba a través del papel y de la tinta, del manuscrito y del impreso. No obstante, sí que es perceptible cierto eco de oposición retórica hacia los letrados y juristas profesionales, los cuales se habían auto-representado como defensores de los textos, lo que los convertía en sus intérpretes.

Con todo, no hubo estamento o grupo social que viviera completamente ajeno al papel y la tinta, bien de forma directa o a través de delegación (escritorios públicos, escribanos o notarios…). Lo mismo puede decirse de la oralidad, que era omnipresente en el horizonte comunicativo del Antiguo Régimen.

Un renovado interés por lo sonoro, donde se incluye la oralidad, ha encontrado acomodo en los estudios culturales, sociales y políticos. Hoy tanto la ciudad como la guerra, e incluso la naturaleza, se “oyen”, como también lo hace el foro jurídico, la misión y la pastoral, las embajadas diplomáticas o la fiesta comunitaria, cívica o principesca. En este paisaje sonoro, especial relieve habría tenido la proclamación oral de las normas regias, diocesanas, señoriales, concejiles, gremiales o, en general, corporativas.

El reiterado uso de las voces no se fundamentaría en un mero recurso instrumental o forzoso mediante el cual una minoría letrada se dirigiría a una mayoría de analfabetos. La sonoridad, como indicábamos a propósito del saber oral cortesano, era tan propia de los grupos letrados como su defensa de las tradiciones textuales. Con Marc Fumaroli, conviene destacar que se trataba de una edad de la elocuencia.

Dicho esto, no cabe duda de que, como señalábamos, el poder moderno se legitima, se incrementa y se aplica sobre una memoria escrita que testimonia el dominio y permite la gestión. Como subrayó António Manuel Hespanha, en un modelo de sociedades corporativas, plurijurisdiccionales y compuestas, el poder legítimo no está centralizado en una única instancia, sino que se encuentra disperso en una constelación de poderes, de la familia al reino o al imperio. Por tanto, hay una pluralidad de archivos resultante que no conviene separar entre públicos y privados, puesto que la frontera entre política y sociedad no responde a los parámetros del estado-nación decimonónico.

Un buen ejemplo de esto serían los ricos archivos nobiliarios modernos que son algo más que depósitos documentales del patrimonio y de la memoria de un linaje para convertirse en archivos propiamente políticos. En ellos, se encuentran los testimonios del poder señorial civil que hizo posible el dominio y la gestión de amplios territorios de la península Ibérica en el Antiguo Régimen.

Sabemos mucho más sobre los archivos reales, diocesanos o municipales que sobre estos archivos nobiliarios que en ocasiones llegaron a tener sede permanente y su propia oficialidad. Además, conforme a lo que señalábamos en la cuestión anterior a ésta, no fueron sólo el archivo de los amos, sino que también contienen innumerables noticias de los criados y criadas, servidores de escaleras abajo, como se decía en la época.

[Claudia Heynemann y Nívia Pombo] Las bibliotecas revelan más fácilmente opciones y ausencias, mientras que los archivos, especialmente los archivos nacionales, adquieren una “neutralidad” derivada de lo que se considera la acumulación natural de documentos por parte de las administraciones públicas. Desde esta perspectiva, ¿cómo puede el historiador leer los archivos en su materialidad? ¿Cómo cuestionar estas colecciones?

[Fernando Bouza] Tampoco el archivo es un lugar especialmente inocente, dicho con todo el respeto, puesto que está “fabricado” tanto con memoria como con olvido. No me refiero tanto a que relataría la historia de los poderosos, a que algunos archivos son el resultado de actos de guerra o a la consabida práctica del periódico expurgo documental. A lo que me refiero es a que el archivo, por más que parezca un depósito neutral en el que se han ido acumulando sucesivas capas de documentos casi geológicamente, es más que la suma de sus múltiples componentes, distribuidos en cajas, maços, carpetas o legajos. Por eso, no es un depósito natural, sino una realidad inventada o artificial, un ingenio o una obra de arte a la manera del Kunstwerk de Jacob Burckhardt.

Sin duda, este carácter artificial, que comparte con la biblioteca y el museo, permite un acercamiento material al archivo porque revela que ha sido objeto de sucesivas operaciones en las que se ha jugado con memoria y olvido. Reconstruir el paulatino proceso por el que los fondos documentales van adscribiéndose a un archivo o a otro es una tarea de enorme importancia a la que están convocados archiveros e historiadores. Lo es también conocer cuál era la relación del archivo con la toma de decisiones de despacho y de gobierno en cada coyuntura histórica que entre en consideración.

Como he señalado en otro lugar, en su magistral Memoria escrita de la monarquía hispânica: Felipe II y Simancas, de 2018, José Luis Rodríguez de Diego se ocupa de esclarecer como el gran archivo castellano situado en la fortaleza simanquina era una pieza de la planta de gobierno de la monarquía en tiempos de Felipe II. Para empezar porque al frente del archivo se encontraba Diego de Ayala quien no era cronista o historiógrafo, sino servidor de las secretarías reales. Asimismo, Rodríguez de Diego muestra cómo se desarrollaron distintas operaciones para encontrar y trasladar a Simancas documentación real que estaba en manos de particulares y cómo era la práctica cotidiana de funcionamiento del archivo, respondiendo a las demandas de la corte relativas a la búsqueda de antecedentes para la toma de nuevas decisiones.

Puede argumentarse que Felipe II es un monarca excepcional y especialmente escritófilo que, por ejemplo, quiso visitar la Torre do Tombo durante su estancia en Lisboa a comienzos de la década de 1580. Pero, además de que Simancas mantuvo prácticas similares durante los siglos siguientes, no se puede obviar que el monarca no adquirió ni los fondos de Antoine Perrenot de Granvelle ni los acumulados en poder de Juan de Zúñiga, en los que se encontraba una parte esencial de la historia de su propia monarquía entre la década de 1530 y la de 1580. Llegar a averiguar el porqué de la no adquisición de los archivos de estos dos grandes personajes, fallecidos ambos en Madrid en 1586, posiblemente ayude a desvelar el verdadero sentido del proyecto archivístico en el seno del organigrama de la polisinodia de los Habsburgo de España.

Una segunda vía para adentrarse en la materialidad del archivo pasa por reconstruir su disposición espacial, sus muebles (cajones, arcas, estanterías, cubos…), sus instrumentos de descripción o las carreras de los primeros archiveros. En suma, preguntarse cómo era “usado” un depósito documental en el Antiguo Régimen. Quizá sorprenda que fueran muy pocos los historiadores que hacían “búsquedas” en los propios archivos y no sólo porque su práctica de escritura los impulsara a residir en alguna corte y reclamar a los archivos que les diesen traslado de los documentos que pudieran interesarles.

En términos generales, el acceso al archivo estuvo vedado a los particulares, incluso a los que eran historiógrafos, tanto por razones de seguridad como de preservación del secreto. Y conviene hacer hincapié que Simancas no empezó a recibir normalmente a investigadores hasta la dirección de Manuel Murguía (1868-1870), que liberó a los archiveros de su tradicional servicio como copistas de documentos.

Si parece importante el conocimiento de los usos rutinarios del archivo antiguo, lo es aún más la reconstrucción del que fue orden original de sus fondos. Es decir, cómo estaba ordenado según los criterios de la época y cómo ese orden o ratio fue transformándose con el paso del tiempo. Por ejemplo, en un archivo nobiliario la adopción de un orden por casas, títulos, mayorazgos o vínculos fue modificado en el período de transición del Antiguo Régimen a las monarquías liberales para adaptarlo a las nuevas necesidades de los titulares en la defensa de los patrimonios que se veía amenazada por iniciativas desamortizadoras o por la supresión de bienes vinculados o de mano muerta. De hecho, la consulta actual de un buen número de archivos de la nobleza se realiza sobre documentación que sufrió reubicaciones o reinstalaciones a finales del siglo XVIII y a lo largo del XIX.

Como ya hemos señalado, el archivo originario responde a una lógica política e institucional de producción documental específica de un momento histórico determinado. Trazar la genealogía material de los fondos hoy conservados resulta, así, de enorme ayuda para adentrarse en la complicada maraña documental de los grandes archivos nacionales. Si llegamos a comprender la ratio antigua del archivo estaremos en mejores condiciones de perfeccionar nuestras búsquedas, no preguntándonos por materias, sino por antiguos productores.

Con tristeza, asisto a la frustración de algunos jóvenes investigadores que se desencantan ante ese último avatar del archivo que es su versión digital. Reconociendo las ventajas inherentes a los archivos digitales, entre las cuales destaco la posibilidad de facilitar el acceso a quienes no podían permitirse acudir al archivo en persona, me parece imprescindible enseñar y aprender a hacer búsquedas en el nuevo soporte. Aun así, como si se tratara de un relato de Jorge Luis Borges, no pierdo la esperanza de consultar un archivo completo o, al menos, de leer con detalle todos sus guías e instrumentos de descripción.

[Claudia Heynemann y Nívia Pombo] El dominio colonial ‒ en tiempos modernos, pero incluso en el pasado reciente, como en las antiguas colonias de Portugal en África ‒ se construye y consolida en los archivos, en la metrópoli y en ultramar. ¿Cómo se establecería este diálogo o se identificarían los silencios, ausencias y elecciones que los diferencian? ¿Tienes experiencia investigadora en estos dos polos?

[Fernando Bouza] No tengo una gran experiencia investigadora en estos puntos, aunque me he acercado a cuestiones relativamente cercanas como la comunicación política en espacios imperiales. En ese sentido, me interesan las fórmulas para vencer la distancia espacial y cronológica en monarquías de dimensiones supracontinentales como la española y la portuguesa. Se trataría de los llamados imperios de tinta, pues en su gestión entraban los expedientes escritos generadores de una dimensión documental susceptible de ser archivada.

Recientemente, me he ocupado del gobierno a través de los mecanismos de la correspondencia en el siglo XVI y he podido ratificar hasta qué punto la carta es empleada muy activamente para la circulación de noticias y para la transmisión de órdenes. Hay que insistir en que este proceso no era unívoco, es decir, no sólo consistía en que la corte y sus organismos recurriesen a la escritura para hacerse presentes en los espacios imperiales, sino que esos mismos espacios también eran emisores de registros escritos dirigidos tanto a la corte como a otros polos de las monarquías pluricéntricas.

El contexto político de este “gobierno en cartas” tiene que ver con el hecho de que el dominio imperial y monárquico se fundamentaba obviamente en la coerción, aunque su gestión se llevaba a cabo principalmente a través de pactos, más o menos formalizados, con las elites locales. Esto no quiere decir que la dominación imperial fuese aceptada por las poblaciones, sino que los entramados políticos de la época reposaban también en la negociación con ciertos grupos en cada territorio. Dichos grupos mantuvieron su presencia en la corte bien de forma permanente, a través de su vinculación a alguna facción cortesana o por medio de agentes duraderos, bien de manera temporal mediante legaciones extraordinarias. Y, con frecuencia, recurrieron a la escritura para entrar en contacto con el monarca y sus oficiales.

Por ejemplo, hasta las manos de los secretarios de Felipe II llegaron memoriales de queja y petición por parte de notables locales de las Indias virreinales de Nueva España y el Perú. Así, hace años que Asunción Hernández de León Portilla publicó una carta, fechada hacia 1561, escrita en náhualt, encaminada al monarca con el sobrescrito “Amalt momacaz tlazotlatocauh rey don Felipe, totecuiyo, çenca tictotlaçotilia” [El papel se dará al estimado muy querido señor rey don Felipe, nuestro señor]. Por su parte, en 1584 se recibía en la corte un memorial proveniente de Tunja – hoy Colombia – sobre los agravios que la justicia real habría infligido al regidor Pedro de la Torre. En el memorial se mezclaban la narración escrita de los hechos con su relato figurado en sendas escenas que representaban el encarcelamiento y la muerte del regidor. Es decir, se trataba de un memorial en el que es observable un grado de hibridación comunicativa muy sugerente.

La monarquia lusoespañola de los Habsburgo fue el primer gran conglomerado territorial que dispuso de una normativa clara sobre cómo se podia realizar la comunicación política entre los súbditos y sus soberanos en una monarquía de reyes necesariamente ausentes. De un lado, en 1586 se publicó la Pragmática de las cortesías, que incluía la regulación de “la orden y forma que se ha de tener y guardar en los tratamientos y cortesias [de palabra y por escripto]”; de otro lado, en 1597 se sancionaba su correlato portugués, la Provisam de como se ha de falar e escrever.

Del mismo modo, dotarse de una “cancillería” escrita era un objetivo político de primer orden para aquellos grupos o movimientos que buscaban legitimarse. Así, en torno a d. António I de Portugal se forjó un esbozo de “archivo real” en el que entraron los despachos cruzados con las autoridades otomanas, safávidas, norteafricanas, inglesas, holandesas o francesas. Del mismo modo, la dignidad de un territorio se hacía equivalente a la existencia de un gran archivo real, como bien prueba que en el Portugal Habsburgo (1580-1640) siguiese existiendo un archivo real en Lisboa, la Torre do Tombo, símbolo de que Portugal se agregaba a la monarquía de los Felipes, pero no se sometía a ella. Lo mismo puede decirse de la diferenciación nítida entre los archivos de Simancas y de Barcelona, correspondiendo respectivamente a las coronas de Castilla y de Aragón. Como se sabe, hubo que esperar a 1785 para que se crease el Archivo General de Indias, donde se reunieron fondos en buena parte provenientes de la fortaleza simanquina.

Es decir, en el origen de la creación y mantenimiento de los grandes archivos reales hay elementos que tienen que ver no tanto con las habituales razones burocráticas como con criterios representativos y de capital simbólico. Así, los archivos reales se vinculaban con la memoria eminente de la existencia de coronas y reinos distintos, aunque pudieran combinarse en formas de monarquía dual o compuesta.

[Claudia Heynemann y Nívia Pombo] Una dimensión aún poco visitada por los historiadores se refiere a la necesidad de cuestionar las intenciones de preservación y la dimensión de la sensibilidad de un individuo ‒ los significados originales de un orden dado ‒ frente a los reacomodos realizados en las instituciones archivísticas que, a veces, subvierten las lógicas originales. ¿Cómo puede el historiador, metodológicamente, eludir este problema y localizar los “significados originales” de la documentación?

[Fernando Bouza] Para responder a esta cuestión debería, en primer lugar, exponer mi idea de cuál es, o debería ser, la función del historiador. Siguiendo la sugerencia del gran Stuart Schwartz, me atrevo a proponer que los historiadores no son jueces que condenan o exoneran a posteriori ni tampoco serían profetas historicistas que, a la Michelet, desvelan en el pasado las huellas del presente. Por el contrario, quien hace historia adopta el papel de traductor que traslada al tiempo presente lo que en su pregunta se califica de “significados originales”.

Por cierto, llegados a la actualidad, este papel de traducción puede completarse con una función de transferencia de conocimiento a la sociedad mediante los más variados medios y tecnologías comunicativas. De esta forma, el ya más que centenario dictum “Ogni vera storia è storia contemporanea” (1912), de Benedetto Croce, conllevaría hoy la posibilidad de reconocer todas las formas contemporáneas de publicación y pedagogía.

Poder traducir, o transferir, el sentido original de las fuentes documentales exige rastrear en el archivo lo que podríamos calificar como “memorias antiguas”. Esto supone reconocer que el pasado en otro tiempo fue presente que era vivido individual y comunitariamente. Estas sucesivas experiencias se hallan ocultas entre los legajos y las cajas del archivo que cabe leer como un palimpsesto o, quizá aún más, como un texto, o un textil, escrito, o tejido, una y otra vez.

Esta compleja operación de desciframiento, más que de decodificación, de los archivos no puede ser emprendida sin la ayuda de otras fuentes de época, como las que mencionábamos antes (visuales, sonoras, literarias, normativas etc.). Gracias a ellas, se podría intentar reconstruir la compleja “coherencia” de la cosmovisión de un período determinado, dejando claro cuáles eran su canon de orden o de desorden, la explicación dada a la diferencia, las maneras de imaginar la jerarquía o, en suma, los debates mantenidos sobre las cuestiones más diversas, de la raza a la conversión, de la enfermedad al privilegio.

Por ejemplo, en muchos archivos actuales se ha procedido a la reubicación en las respectivas bibliotecas de los impresos aparecidos en los legajos o a la reinstalación de los mapas, planos, dibujos o grabados en secciones específicas. Es cierto que tales traslados pueden deberse a razones de conservación, como sucede con los pergaminos que son “planchados” y almacenados en planeros. Sin embargo, también hay en estas prácticas un entrevisto ideal documental que privilegia el manuscrito sobre papel como la materia del archivo.

Si atendemos a la “coherencia” propia de la comunicación del Antiguo Régimen ese tipo de reinstalaciones supone una auténtica fractura en la comprensión de la información de la época. Manteniendo el principio de que las formas crean sentido, romper la acumulación primigenia que ofrecía sin solución de continuidad manuscritos junto a impresos, pergaminos, mapas, dibujos o grabados supone la práctica desmaterialización de una “antigua memoria” en el archivo.

Pero el ideal documental del manuscrito tampoco debería ocultar que en la época hubo diversas apropiaciones textuales de la escritura manual. Por no entrar en la caligrafía, sobre la que tan bien ha escrito Marcia Almada, me refiero a los “estilos” propios de la escritura epistolar que han podido ser distintos en sucesivos períodos históricos. En esos estilos no sólo se determinaban las formas de salutación o despedida, sino que también existían convenciones sobre la amplitud de los márgenes (como ha estudiado Rita Marquilhas) o sobre a quién escribir ‒ y cuánto ‒ de mano propia o recurriendo a la pluma de secretarios y secretarias. De esta forma, de nuevo, las formas creaban sentido y en el trabajo archivístico cabría considerar la importancia de una descripción que, como Donald F. McKenzie proponía a los bibliógrafos, se hiciera eco de las convenciones epistolares de la época.

Por último, me atrevo a sugerir que esta reconstrucción de las categorías de un período determinado alcanzaría su culmen mediante el estudio de casos preservados en el propio archivo. Sólo en y con ellos se lograría percibir los significados originales de las fuentes, eliminando, por supuesto, en la medida de lo posible las huellas del historiador-traductor, pero intentando captar el orden primigenio de los procedimientos cuya memoria se ha conservado en el archivo. Llegar a percibir las razones de un proceso, cómo ha sido construido y cómo es la factura con la que ha sido fabricado, puede ser la mejor manera de recuperar el sentido de una memoria antigua reescrita en archivos palimpsesto.

[Claudia Heynemann y Nívia Pombo] La historia natural es un campo del saber que nació marcado por la acumulación de papeles, dibujos, semillas, animales vivos y disecados… elementos que se dividieron en la formación de museos, jardines botánicos y archivos. ¿Cuáles son las particularidades de este tipo de producción documental que ya ha surgido claramente ligada a la idea de memoria y atesoramiento?

[Fernando Bouza] Siento un enorme interés por los archivos del naturalista, pero no me es posible dejar de señalar que la edad dorada de las grandes expediciones se sitúa fuera de mi ámbito de especialización. Dicho de otro modo, conozco mejor el mundo de las Wunderkammern o de Athanasius Kircher y de Francisco Hernández que el de las expediciones de la Ilustración o del siglo XIX.

De los archivos del naturalista, sin duda, me atrae la obvia acumulación de testimonios, en la que veo una suerte de manifiesto de cómo funcionaría una memoria antigua de “colección”, en su caso, presidida por el interés por la historia natural. Por desgracia, no en todas las ocasiones se ha preservado el conjunto originario, de forma que sus piezas, especímenes o volúmenes han sido desperdigados entre varias instituciones.

Es el caso, por ejemplo, de las colecciones reunidas por Eugenio Izquierdo (1745-1813), director del Gabinete de Historia Natural, cuya coherencia fue deshecha al separarse impresos, manuscritos, dibujos, grabados o álbumes por razones de falta de espacio en el Museo de Ciencias Naturales, tras las que no cuesta trabajo suponer que la colección fue “naturalizada”, valga la expresión, liberándola de excrecencias que no tendrían que ver con la manera decimonónica de entender la disciplina.

Un segundo aspecto que me resulta extraordinariamente sugerente del archivo de naturalista es que testimonia modalidades de trabajo que lejos de ser individuales se realizaban en conjunto, pues estas expediciones podían llegar a contar con un amplio concurso de profesionales que, además, se encontraban en momentos distintos en su formación. Me refiero a prácticas como la división de funciones entre miembros de una expedición, como la realización de traslados o la copia de dibujos, confiándose en que la aplicación a estas tareas tuviera un carácter formativo o pedagógico.

Bien podría decirse que, como también sucedía en el mundo de corte, los, digamos, “aprendices” se introducían en el grupo y en el saber por medio de la copia manuscrita, capaz de forjar solidaridades en mejores condiciones que la producción impresa.

[Claudia Heynemann y Nívia Pombo] En una entrevista concedida hace algunos años a una revista en Brasil, afirmaste que lees menos literatura contemporánea, porque el lugar de las fábulas, las risas y las emociones era el archivo. ¿Cuál es la relación entre archivo y fábula en el oficio de historiador?

[Fernando Bouza] Reconozco que sigo siendo un mal lector de ficción contemporánea y que, sin embargo, me divierto y me emociono leyendo en los archivos. De hecho, imagino que afirmar que “leo” en archivos puede resultar un poco paradójico, puesto que solemos vincularlos con otra clase de acciones relacionadas con consulta, investigación o pesquisa. Mi preferencia por el archivo tiene un fundamento que me atrevo a calificar de empírico, es decir, de verdad me apasionan los casos que “me” encuentran en la sala del archivo.

No quiero decir con esto que el “relato” deba sustituir al análisis histórico, como parecían creer algunas versiones del postmodernismo. Sin embargo, estoy convencido de la importancia del dominio narrativo de quien escribe historia, del valor crucial de saber pautar u ordenar los contenidos en un discurso, de controlar mi propio “pulso” al escribir. Del mismo modo, me parece que la literatura puede enseñarnos mucho sobre cómo captar – y mantener – la atención de quienes nos leen, puesto que los autores literarios demuestran ser mucho más conscientes de la percepción externa que los historiadores.

En este contexto de la relación entre fábula y archivo, literatura e historia, es indispensable evocar el magisterio de Carlo Ginzburg, en distintas obras, pero especialmente en su Il filo e le tracce: vero falso finto, de 2006. O, yendo a la Edad Moderna, preguntarnos cómo fue posible que la censura previa del Don Quijote de Miguel de Cervantes le fuese oficialmente encargada en 1604 no a otro novelista, sino al cronista Antonio de Herrera, bien conocido por sus libros sobre las Indias.

Para resolver una cuestión como ésta, deberíamos acercarnos a las convenciones del período, intentando hacernos cargo de su “coherencia”. De este modo, podríamos acudir a la estrecha relación establecida entre lo “verdadero” y lo “fabuloso” en el De bene disponenda bibliotheca de Francisco Rodríguez de Araoz, de 1631.

En este tratado sobre cómo organizar una biblioteca, Araoz propone un orden ideal de materias y al ocuparse de las obras de “historici profani”, es decir, los libros de historia, distingue entre los que son “veri”, los que se ocupan de historias reales, y los que son “fabulosi”, los que inventan historias fabulosas. Como ejemplo de los primeros propone la Peregrinação de Fernão Mendes Pinto; del mismo, para Araoz un ejemplo de historia fabulosa sería el célebre libro de La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades. Lo que comparten ambos títulos es que tanto Pinto como el anónimo autor del Lazarillo están escribiendo una “vida”, verdadera o ficticia.

No me refiero aquí a la obsesión biográfica, denunciada por Donald McKenzie, de que hace gala una parte de la crítica que ha buscado testimonios vitales en las obras de grandes autores como Cervantes, Shakespeare, Camões o Juana Inés de la Cruz. No se trata de sustituir con literatura lo que todavía no han ofrecido los documentos de archivo, sino de reconocer que los archivos están llenos de historias de vida.

Lo que me apasiona “leer” en el archivo son esas vidas, valga la expresión, grandes y pequeñas. Especialmente interesantes me resultan las de los hombres y mujeres que en la España moderna eran conocidos como “gente menuda”, la enorme cohorte de hombres y mujeres cuya historia se suele hacer a partir de narraciones literarias porque son protagonistas de géneros como la picaresca, la comedia o la novela cortesana.

Sus vidas fueron, sin ningún lugar a dudas, memorables y, como en el ya mencionado caso del afrodescendiente Juan Rodríguez, los ecos de su trayectoria vital pueden rastrearse en la documentación de archivo. ¿Cómo no seguir con atención la vida de Cristóbal Mejías, “de nación Angola”, que fue esclavo de Juan de Camarena en la isla Margarita, de donde se fugó en varias ocasiones, una a Cumaná y otra a Macarapana (hoy Venezuela), para ser trasladado a vivir a la corte Madrid con su, que sepamos, tercer y último amo? ¿Y qué decir de Leonor de Guzmán, música que danzaba y tañía el arpa en el Madrid de comienzos del siglo XVII, después de llegar a España desde las Indias, declarando que su única voluntad era poder vivir de su propio trabajo y arte?

El archivo que nunca me defrauda, tampoco lo ha hecho en esto y me ha ofrecido la posibilidad fascinante de “leer” vidas de hombres y mujeres extraordinarias o corrientes, que ofrecen sus historias de éxito o de fracaso entre, antes que capas, los pliegues documentales del archivo.

Entrevista realizada por las editoras del dossier “El archivo como objeto: cultura escrita, poder y memoria”, Claudia Beatriz Heynemann, doctora en historia social por la Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ) e investigadora del Arquivo Nacional y Nívia Pombo, doctora en historia social por la Universidade Federal Fluminense (UFF), profesora del Instituto de Filosofia e Ciências Humanas y del Programa de Posgrado en Historia de la Universidade do Estado do Rio de Janeiro (Uerj) e investigadora del INCT Proprietas.



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